Relatos de vuelo

Más allá del arcoíris

La cosa pinta fea. La visibilidad no es muy buena, suficiente para volar pero demasiado escasa para sentirme cómodo y relajado. El techo está bajo y aunque estoy dentro de los mínimos legales para el vuelo VFR, la proximidad del suelo y de la nube que cubre todo el cielo agudiza mis sentidos y me tensa la columna como un arco.

A la derecha, donde se supone que debería estar Cuenca sólo puedo ver una masa oscura que llega hasta el suelo y que ha engullido piedra a piedra todas las toneladas de roca de la Sierra de Albarracín. Con un aspecto inquietante parece que me estuviera observando y me desafiara a averiguar quién es más poderosa, la densa roca o el leve vapor que la esconde en su interior. Sólo puedo mirarla agradecido de que mi ruta se desvíe a la izquierda de esos gigantes pacientes. Desde el suelo, este monstruo comemontañas se veía pequeño y con amplios claros a su izquierda en la dirección que debo tomar, pero ahora, visto desde más cerca es realmente impresionante. Los claros continúan a la izquierda, el viento aleja al gigante de mí y por delante la visibilidad mejora bastante, incluso hay zonas donde se puede intuir el azul del cielo. Sin embargo no puedo dejar de mirar esa negrura y pensar que pasaría si se despertara. Cuando despegué hace un rato de Robledillo de Mohernando, no estaba muy seguro de poder llegar a Villanueva de Gállego. Si la cosa se pone fea”, pensaba, me doy la vuelta y aterrizo”, pero ahora que las nubes comienzan a quedar atrás parece que podré llegar. Desde luego habría sido mala idea aceptar el desafío y enfrentarme a los gigantes. Casi siempre ganan ellos y las pocas veces que gana el piloto es más fruto de la casualidad que de otra cosa. Me alegro de no haber caído en la tentación, además, tengo prisa. Ayer salí de Las Infantas en Jaén con destino a Castellar en Barcelona. Un vuelo para el que bastan 5 o 6 horas se había complicado debido a la meteo. El mal tiempo se estaba apoderando de la península y yo debía apresurarme para ganarle la carrera.


Hace 4 días despegué de mi campo de vuelo en Barcelona con destino al Sur. Quería pasar el fin de semana en Jaén. Y decidí ir en mi avión. Quería disfrutar de cosas verdaderas, cielo, nubes, viento, valles y  montañas. Una mini aventura para conocer realmente ese camino que ya había recorrido antes unas cuantas veces. En coche o en Vueling, todo consiste en ir del punto A al punto B. Por tierra el camino está lleno de curvas y recovecos innecesarios para aquellos que se han tomado la molestia de aprender a moverse en la tercera dimensión. Y las aerolíneas vuelan tan alto y tan eficazmente que el mundo se hace plano y se desliza rápidamente por debajo en una cabina aséptica, de radioayuda en radioayuda. Con mi avión podría conocer la realidad topográfica de esa zona de la península, a una altura y una velocidad que me permitirían saborear el paisaje como un pájaro. Como si al sentarme en la cabina rodeado de una estructura diseñada de forma sesuda y racional y construida a base de técnica y tiempo se obrara una especie de milagro y me transformara en yo mismo pero con alas. Además, siempre va bien apuntarse horas en el libro de vuelos y horas en el libro de la vida. Si alguna vez tengo nietos podré contarles algunas batallitas y quizá aprendan algo de ellas, de mis errores y de mis aciertos. 


Quise volar con un avión sencillo, sin grandes pretensiones. Un solo asiento, un solo motor, tren fijo, dos alas, un fuselaje y un grupo de cola. Unos pocos kilos de acero, aluminio, tuercas y tornillos. Varias toneladas de ilusión y esfuerzo para  convertir el sueño del niño que fui en la realidad del adulto que soy. El sueño del niño no tenía una forma concreta, no tenia 9 metros de envergadura, ala alta o un motor de combustión interna. El sueño del niño estaba hecho de un material intangible. La realidad del adulto no es más que la voluntad del niño cribada en el tamiz de las leyes de la aerodinámica y la mecánica. Debe tener color, debe pesar para poder existir. A veces, mientras vuelo, tengo la certeza de que si ese niño estuviera aquí se sentaría en silencio a mi lado y observaría absorto el paisaje. Una tímida sonrisa sería la única expresión exterior de su alegría. Una alegría sutil, sin estridencias ni carcajadas. Alegría en estado puro, una sola gota es suficiente para soportar la rutina diaria durante bastante tiempo.


Hace rato que los gigantes han quedado atrás y ya no me preocupan, desde allí no me pueden fastidiar. Quizá en este preciso instante estén lanzando miradas desafiantes a otro aviador solitario. El ronroneo confiado del motor y la abundancia de sitios para un aterrizaje de emergencia  hacen que me sienta tranquilo. Mi atención ahora se dirige a localizar otros aviones en el cielo y, sobre todo, aves. He visto ya unas cuantas águilas, algún buitre, cigüeñas. Aunque suelen estar atentas y apartarse de los ruidosos visitantes del cielo, nunca hay que bajar la guardia. ¿Si pudieran hablar, qué dirían de la falta de elegancia en el aire de este eterno aprendiz de aviador?


El avión y yo nos deslizamos sobre un paisaje de colores ocres bastante monótono. Casi todo son llanuras y, de vez en cuando, alguna colina suave no demasiado alta. Sólo he visto dos o tres pueblos diminutos desde que salí de Robledillo. ¿Por qué aquellas personas decidieron construir el pueblo en ese sitio concreto y no en otro?, ¿Por qué decidieron darle a las calles esas formas? Supongo que habrá una respuesta para todo ello pero no acierto a comprenderla. Cuántas historias se habrán vivido en esas casas de piedra. Risas, lágrimas, amor, odio, virtud, mezquindad. Todo forma parte del tejido de la vida y de la historia. Y yo paso por encima de todo eso en un instante. Sobre el calor de las chimeneas, sobre los juegos de luces del fuego a cuyo alrededor se reúnen los habitantes de las casas en las noches de invierno. Puedo imaginar a esos hombres y mujeres viviendo y trabajando allí abajo. ¿Cuántas veces alguien miró hacía arriba  y trató de imaginar como se vería el mundo si pudiera volar?  Pero, ¿por qué pienso estas cosas?, ¿no debería preocuparme de la navegación?, ¿del motor?, ¿no debería saber si estoy a 6.18 millas del siguiente waypoint? Quizá si y aunque no sé exactamente donde estoy, sé que sólo soy otro hombre más que siente curiosidad, que vive y trata de encontrar respuestas. La máquina con alas que he construido me permite saltar de una realidad a otra en un momento. De un pueblo a otro, para descubrir que en el fondo todos están hechos con la misma pasta, que todos los hombres y mujeres necesitan las mismas cosas y las mismas certezas.


En esa paz conmigo mismo y con el mundo, comienzo a reflexionar sobre como he llegado hasta aquí. El vuelo de ida a Jaén lo hice por la costa, fue fácil. Volar sobre la playa manteniendo el mar a la izquierda y la tierra a la derecha hasta Valencia. Desviarme a la derecha hacia Albacete. Un rato más en dirección Sudoeste, paralelos a las montañas hasta Beas de Segura. Y, por último, el planeo final hasta las Infantas. Las previsiones meteorológicas  anunciaban un potente anticiclón que estaría sobre la península bastantes días, pero esto duró mucho menos de lo previsto. En las horas previas a mi regreso a Barcelona, todo comenzó a complicarse. Es curioso, pero siempre que hago un vuelo largo, encuentro buen tiempo a la ida y malo a la vuelta. Me pasó en Francia, me pasó en Suecia y ahora me vuelve a ocurrir. Es como si la Naturaleza me abriera las puertas, me dejase entrar y una vez dentro cerrara todo y me pusiera a prueba. El vuelo de vuelta también debería haber sido por la costa, deshaciendo lo volado antes, esta vez, manteniendo el mar a la derecha y la tierra a la izquierda. Pero no pudo ser. Todo el litoral mediterráneo estaba bajo la lluvia, así que no tuve más remedio que volver por el interior, Jaén, La Mancha, Guadalajara, Zaragoza y Barcelona. Como pensaba regresar por la costa, no planifiqué esa ruta. En el avión tenia cartografía de la costa pero no del interior, por tanto, el vuelo lo hice un poco a ciegas, navegando sólo con el GPS, siguiendo la flecha y teniendo fe ciega en la tecnología. Y a toda prisa para llegar antes de que las cosas se pusieran peor. 


Fue complicado pasar de Jaén a Ciudad Real. El techo  de nubes era bajo, la visibilidad escasa y debía saltar las montañas al Este de Despeñaperros. En un primer intento, al llegar a Linares, me sentí un poco desbordado, así que me di la vuelta y aterricé de nuevo en Las Infantas. No tengo que demostrar nada a nadie. No me gusta el peligro y no me gusta hacer locuras. Tras media hora en tierra lo volví a intentar, esta vez con éxito. La visibilidad había mejorado algo y al llegar de nuevo a Linares podía intuir una franja más clara entre las nubes y las montañas. Me dirigí hacia ella y a medida que me  acercaba, se hacía cada vez más ancha. La atmósfera estaba quieta, en todo momento tenía referencias visuales y podía maniobrar con total libertad en cualquier dirección si decidía dar la vuelta. Veía la silueta de las montañas, de color  más oscuro por debajo,  la silueta de las nubes oscuras por encima y en medio, una zona clara en la que me debía mantener. Escogí prudentemente la zona donde las montañas eran más bajas y me dirigí hacia ella. En una fracción de segundo, como por arte de magia pasé a otro mundo. Fue como si alguien,  con un movimiento rápido,  casi de prestidigitador, hubiera quitado una manta translúcida del parabrisas. Alehop, ni rastro de nubes, sólo un sol brillante, una visibilidad excepcional y una inmensa llanura a mis pies. Miré hacia atrás  para ver la cortina blanca por la que había salido, para comprobar que estaba allí, que no lo había imaginado. Y allí estaba, en silencio, inmóvil, ajena a todo lo que no fuera ella misma.


Ahora ya no debía preocuparme de nada, sólo disfrutar del paisaje como si viajara en una alfombra mágica. Y eso es lo que hice hasta llegar a Robledillo de Mohernando. Allí tuve que regresar de nuevo a la realidad. Había zonas de tráfico que debía evitar y un helicóptero hacía prácticas en el campo. Así que dejé las ensoñaciones para otro momento y me concentré en el aterrizaje. La verdad es que no fue el mejor que he hecho. En realidad fue patético, el viento cruzado era fuerte y lo tendría en cara en el próximo salto a Zaragoza. Espero que nadie me haya visto” pensé mientras rodaba hacia el único hangar abierto. Puse el avión a cubierto a sotavento del edificio y me encontré con Jaime, un antiguo conocido que me recibió cordialmente y me brindó su ayuda incondicional. Me alegró saber que no había visto mi aterrizaje.


Tras hablar con los colegas de Zaragoza quedó claro que, de momento, no podría llegar, allí estaba lloviendo bastante. Así que, una vez más hice lo único sensato que podía hacer, repostar el avión, comer un poco y esperar a ver como evolucionaba la situación. En esas esperas, cuando no puedes hacer nada salvo continuar esperando, cuando dependes de la buena voluntad de alguien, uno se siente bastante miserable. ¡Que diferencia de como me sentía hace un rato cuando crucé las montañas! Esto también es una de las cosas buenas de ser aviador, el contraste de sensaciones. Ahora estás arriba en un mundo fantástico y de repente estás abajo, sin opciones ni comodidades. Se aprende que tan ilusorio es lo primero como lo segundo, que todo es circunstancial. El carácter se templa y te vuelves más moderado y equilibrado a la hora de valorar las situaciones. Ahora soy Dios todopoderoso, ahora soy un pobre diablo. Eso sólo son apariencias. La realidad es que somos lo que hemos hecho y lo que vamos a hacer. Esa verdad universal nos permite ser humildes en el triunfo y remontarnos en las dificultades, creer en el esfuerzo, alejarnos de la vanidad y ser autenticas personas. Lo que permanece inalterable es nuestra propia realidad interior y lo que hacemos con ella. 


El mal tiempo continuó toda la tarde así que, como no podría volar, guardé el avión en el hangar de Jaime. Conseguimos meterlo junto a su avión después de un poco de reflexión y unas maniobras precisas, casi con calzador. ¡El espacio era tan ajustado! Después de eso, Jaime me llevó a un hotel. Pero no a uno cualquiera, sino al hotel que acoge a los aviadores solitarios cuando no pueden volar y hacen escala en Robledillo. Nos despedimos con un café y quedamos para el día siguiente. Me recogería a primera hora y me llevaría de nuevo al campo, junto al avión. El personal del hotel, acostumbrado a los aviadores lejos de casa, parecía entender el desamparo en que me encontraba y el trato fue muy cordial. Me dejaron usar el ordenador de la recepción para ver las previsiones del tiempo e hicieron alguna que otra excepción a las normas de la casa conmigo. Aunque no tenia mucha hambre, me obligué a mí mismo a comer algo y, sobre todo a beber mucha agua.


Por la mañana me levanté con muy buena disposición, una ducha, recoger todo y bajar a la cafetería a desayunar mientras esperaba a Jaime. A la hora acordada, aparecía por la puerta. Compartimos otro café y fuimos directamente al campo, en silencio. A veces entre aviadores no hacen falta palabras. La situación no era muy distinta de ayer, pero en Zaragoza ya no llovía, el informe meteorológico hablaba de cielo cubierto en el aeropuerto de Zaragoza, techo de 2000 pies y probabilidad de lluvia del 30%. No era lo mejor de lo mejor pero podía intentarlo. En el horizonte se veían negros nubarrones a la derecha de mi ruta, impresionantes, el viento era algo menos intenso que ayer. Decidí salir. Si la situación no se aclaraba siempre podía regresar. Rápidamente sacamos el avión del hangar y sin grandes ceremonias cargué el equipaje, calenté el motor y despegué. 


Y ahora, después de haber dejado atrás los gigantes, los pueblos diminutos con casas de piedra, después de mis pensamientos en la paz del cielo estoy llegando al valle del Ebro.  Lo que veo por delante no me gusta nada. La flecha del GPS me indica que debo pasar por la zona de cielo más oscura que he visto jamás en vuelo. Los gigantes de Guadalajara eran un simple borrón comparados con este. Decisiones, ¿por el Norte o por el Sur?, cálculos, distancias, tiempos, combustible, consumo, ¿por el Norte o por el Sur? Por derecho es imposible, no me pienso meter en ese agujero negro. Más cálculos, no hay más opciones, sólo rodear, ¿por el Norte o por el Sur?, decido el Sur porque no hay montañas y porque últimamente todo parece llevarme al Sur. Esto no me gusta, no tengo cartografía, sólo una flecha en el GPS que apunta a Villanueva de Gállego a través de la oscuridad. A malas penas reconozco nada. Todo es oscuro y de un momento a otro puede comenzar a llover. El suelo comienza a subir acercándose a la base de la nube negra, tengo poco espacio para pasar. No hay campos para aterrizar y los pocos que hay están atravesados por líneas eléctricas. Esto no es divertido. El tiempo pasa despacio y el avión parece casi parado a las puertas de un lugar siniestro. Hay una extraña calma, casi surrealista, el gigante sabe que no necesita alzar la voz para intimidar a un pobre aviador. Su mera presencia es suficiente. De vez en cuando resopla y se mueve como hacen los leones en la sabana para espantar las moscas y el avión se sacude en el aire. 


Pero no sucede nada y poco a poco entre vaivenes esporádicos comienzo a ver más claridad en el horizonte, parece que este monstruo negro no tiene ganas de molestarme, quizá soy demasiado insignificante para él, quizá estaba acechando otra presa más importante. Por delante ya puedo distinguir nubes y claros y  Villanueva se acerca lentamente. Sale el sol y el cielo se convierte en un puzzle blanco y azul. Atrás queda lo negro, los gigantes y alguna cosa más. Ahora ya puedo ver la pista, contacto por radio aunque nadie me responde, hago un circuito de tráfico y aterrizo sin novedad. Que vuelo tan intenso. Menuda batallita para mis nietos.


Allí están los hangares y el local del aeroclub, tal como los dejé en la última visita que hice. Allí está Félix, justo como lo recordaba, su gorra, sus gafas, su cigarrillo, saliendo del local y saludándome con su forma particular de hacer las cosas. Ha pasado mucho tiempo, quizá más de un año, pero todo sigue exactamente igual, como si sólo hubiera parpadeado un par de veces. Es reconfortante, me siento como en casa, sobre todo después de pasar de puntillas a los pies de un monstruo, sin hacer ruido para no despertarlo.


Tras una charla recordando los viejos tiempos, Félix sale a volar con un cliente y me indica como puedo repostar el avión. Las conversaciones con Félix siempre han sido breves pero cargadas de verdades, sin artificios ni redundancia. Un apretón de manos, una alegría sincera por volver a vernos y cada uno a sus cosas hasta la próxima vez. Así es Félix. Después de repostar el avión llamo a Barcelona para ver como está el tiempo por allí. Es muy parecido a lo que hay aquí, nubes bajas y probabilidad de lluvia del 30% pero la previsión es que el techo subirá, la lluvia desaparecerá y se abrirán claros. No creo que vuelva a encontrarme con más gigantes oscuros en el cielo y me voy a la atmósfera. Nada más despegar Félix contacta conmigo por radio y me dice que la cosa está bien, el techo es más que suficiente y la visibilidad es buena, sólo hay nubes blancas y cielo  azul. Pude ver multitud de aves, volando recto, girando, atentas a mis movimientos, ignorantes de mi presencia. Pocas veces he visto tantas aves volando, casi podía sentirme una más. 


A medida que me acerco a Lleida las nubes blancas se vuelven grises  y se hacen más compactas, se van transformando poco a poco en un estrato. Ya no puedo ver el azul del cielo, sólo gris. La visibilidad también disminuye. Pero yo no cejo en mi empeño de llegar a casa. Abro bien los ojos, escudriño el cielo, compruebo el motor, sigo la flecha del GPS y hago alguna foto, muy pocas en comparación a las que hice en el vuelo de ida. Después de Lleida, el color de la nube se hace más y más oscuro. Eso significa que la nube esta cargada de agua. La ruta programada en el GPS se va doblando por detrás y desplegando por delante, Mollerussa, Cervera, el próximo punto es Igualada. Ya estoy más relajado porque conozco la zona, he volado por aquí y más o menos sé por donde estoy. El GPS sólo me informa de la distancia y el tiempo que falta para llegar pero no necesito seguir la flecha. Las montañas, los valles, las carreteras y los pueblos están en su sitio. Sé hacia donde debo dirigirme. La provincia de Barcelona me espera con un cielo plomizo, lluvias dispersas y una atmósfera quieta, como expectante. Y de repente, a la altura de La Panadella, sucede lo que no pensé que ocurriría, el motor comienza a ratear y a hacer ruidos extraños, como si estuviera tosiendo. Sube y baja de vueltas él solo. Todos los parámetros de presión y temperatura se han mantenido dentro de sus limites óptimos, incluso ahora lo siguen haciendo, pero el motor no funciona bien. Es como si alguien cortara el encendido un segundo y lo volviera a conectar rápidamente. Concluyo que la única explicación  razonable es el hielo en el carburador. La temperatura es baja y la humedad muy alta, la mezcla perfecta para la formación de hielo. Sin tocar el gas, me dirijo rápidamente a Igualada mientras decido si aterrizo o no. Por delante puedo ver la montaña de Montserrat totalmente tapada por una nube negra, por ahí mejor no pasar. Estoy muy cerca de casa. Decisiones, ¿aterrizo o no?, el motor ya no hace ruidos extraños. ¿Bajo y le hecho un vistazo o continuo 20 minutos más hasta mi destino? Cuando tengo el campo de Igualada a la vista, el motor vuelve a quejarse otra vez, ya no hay más decisiones que tomar, ¡hay que aterrizar en Igualada! Un par de vueltas para perder altura y corto gas en final con la toma asegurada, el ralentí es irregular. Este si que fue un buen aterrizaje, muy suave, como untar mantequilla en una rebanada de pan blando. No hay nadie en el campo, el motor funciona mal y durante unos minutos cae una ligera lluvia. Lo siento avión, siento haberte metido en este lío.


La única explicación es el hielo y lo único que puedo hacer es esperar a que desaparezca. El calor que desprende el motor ayuda a ello. Transcurrido un cuarto de hora, después de hablar con Pepe, mi socio y amigo, pongo el motor en marcha. Todo funciona muy fino, como una máquina de coser bien ajustada. El ralentí vuelve a ser regular y el motor responde con total normalidad a los cambios de gas, como si nada hubiera pasado. Sigo el consejo de Pepe y despego para hacer un par de tráficos conservadores en Igualada, para asegurarme de que todo va bien. Aún me faltan 20 minutos de vuelo y en 20 minutos pueden pasar muchas cosas, además, en ese trayecto no hay muchos campos aptos para aterrizar si las cosas se ponen realmente mal. Intento encontrar cualquier cosa que no funcione como siempre en el motor, una presión anómala, una temperatura más alta o más baja de lo normal, un ruido distinto, una vibración, pero no hay nada que me haga sospechar que algo le pasa al motor. Así que me dispongo a volar los últimos 20 minutos de este vuelo, los más largos de todos. Diecinueve, dieciocho, todo va bien, rápido, quince, catorce, en Montserrat está lloviendo a cantaros, diez, nueve, ya veo las chimeneas de Castellar, casi estoy en casa. Lo estás haciendo muy bien avión. Tres, dos,  estoy en la vertical del campo. Si ahora se parase el motor, puedo planear hasta la pista. Pero no se para, sigue con su música hasta que toco tierra, hasta que ruedo y me sitúo delante de la puerta del hangar, hasta que corto el encendido con un movimiento voluntario de mi mano derecha. Gracias avión por permitirme vivir estos momentos. Nunca antes había tenido la convicción tan fuerte de que aunque estas hecho de acero, aluminio y tuercas, en realidad tienes alma. Tú también disfrutas del paisaje, también te asombras ante los prodigios de la Naturaleza y tragas saliva con los gigantes oscuros en el cielo. Tú también tienes tus necesidades y prometo cuidarte, igual que tú cuidas de mi. Y ahora voy a abrir el hangar y nos vamos a meter dentro, comienza a llover y ya hemos tenido mucha agua por hoy.


Y para que veas que hablo en serio, voy a comenzar  por limpiarte, ambos tenemos mal aspecto, empapados hasta los huesos. Poco a poco se obra el milagro, mientras deslizo  el trapo por la superficie la suciedad deja paso al color, el parabrisas vuelve a relucir, igual que el capó. La aspiradora trabaja en el interior. Vuelves a ser tú, y vuelvo a darte las gracias de nuevo por todo. Esta noche dormirás en casa. A veces las cosas están más cerca de lo que pensamos pero no las vemos, a veces incluso están escondidas dentro de nosotros. Para poder sacarlas a la superficie, hace falta un dialogo con nosotros mismos o con un verdadero amigo, un avión quizá. Tú, que nunca dices nada, en este vuelo te has comunicado. Hemos mantenido un dialogo de igual a igual, nos hemos enfrentado a los temores, hemos visto, sentido y olido, hemos vivido. Me he sentido grande y me he sentido pequeño aunque siempre he sido la misma persona, diminuta frente al poder de una simple nube, huyendo de los extremos y tomando consciencia, quizá por primera vez, de mi verdadera dimensión. Me doy cuenta de mis errores y de mis aciertos, sólo soy un ser humano más. Tú y yo, solos frente a la realidad. Esta sólo se nos revela cuando nos despojamos de las apariencias y nos enfrentamos a los problemas por nosotros mismos, con nuestras manos, ojos y oídos. Siempre que vuelo contigo regreso rejuvenecido y con ganas de continuar. Me gustaría que a ti te pasara lo mismo conmigo.


Al salir del hangar, compruebo que ya no llueve. La predicción era correcta, se han abierto claros y ha salido el sol. A la derecha puedo ver un precioso arcoíris. El niño no lo puede resistir y comienza a escalar por el mismo, sube hasta arriba, admira el paisaje, corretea con los brazos extendidos como alas y se lanza por el otro lado como si fuera un tobogán de colores. Una y otra vez. Es feliz, muy feliz y brilla con una luz especial. Cuando me siento en el coche para ir a casa, de repente tomo consciencia de que todo mi esfuerzo ha servido para entregar al niño su sueño, y de que en realidad caminamos juntos en la misma dirección ayudándonos mutuamente. Y me quedo un rato sentado en el coche, en silencio, mirando como juega.


 Ahora lo sé, la felicidad puede estar en cualquier sitio. Un arcoíris, un pájaro volando, la curva de un ala o sentir la brisa en la cara. Cosas sencillas.

4 comentarios:

  1. Me ha encantado!, que relato más bien escrito, que íntimo y elocuente. Muchas gracias por compartir estas peripecias!, un saludo!!

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  2. Hermoso relato, gracias Roberto por compartirlo en el grupo de facebook.

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  3. Espectacular... Solo los pilotos creo que podemos apreciar el arte de escribir la sensación tan exacta....

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  4. Simplemente Genial, me he metido virtualmente en la cabina de tu avión, y he podido disfrutar de este relato, como si lo estuviese viviendo yo mismo, muchas gracias por compartirlo, y coincido totalmente con el compañero, solo a los que nos gusta perdernos entre las nubes, sabemos lo que se siente allá arriba.
    Un saludo.

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