¿Cual fue tu decisión?


Te hablarán de complejos espacios aéreos controlados y de  conversaciones técnicas con  controladores aéreos profesionales de voz profunda, te hablarán de  planes de vuelo, de la increíble velocidad a la que surcan la atmósfera y de niveles de vuelo en lugar de altitudes. Te hablarán de limitaciones, prohibiciones y restricciones y de lo difícil que es conseguir una autorización. Te recitarán de memoria la colección de habilitaciones y siglas oficiales que aparecen en sus licencias, y las compararán para ver quien tiene más letras. Te explicarán una y otra vez lo exótica que es la piel de la tapicería de sus cabinas o las dimensiones y las posibilidades de las pantallas de cristal en sus paneles. Te recordarán mil veces y luego otras mil veces más que su App de navegación 2.6 es la mejor del mercado. Te hablarán de suculentos manjares en restaurantes coquetos y de fantásticos hoteles con encanto donde pasar la noche entre vuelo y vuelo. Los reconocerás por sus cazadoras de mil y un parches, por sus grandes relojes o sus gafas de sol. Verás sus cabezas adornadas con headsets de 1000 euros más IVA la unidad que son tratados con desprecio cuando la cámara está apagada. Algunos, los que habrían deseado ser pilotos militares, moverán las manos simulando que son aviones adoptando posiciones increíbles en un espacio tridimensional y te preguntarás como puede un ser humano aguantar semejante esfuerzo físico, “seguramente están hechos de una pasta especial” pensarás, “la misma con la que se hacen los héroes, son unos máquinas, los tienen cuadrados”. Otros, los que habrían deseado ser pilotos comerciales, grandes expertos en vuelo instrumental de sobremesa, hablarán de procedimientos, procedimientos y más procedimientos y aparecerán siempre rodeados de listas de chequeo interminables. Te recordarán lo importantes que son incluso los más mínimos detalles y como un error por insignificante que sea puede provocar un terrible desastre digno de un capítulo entero de catástrofes aéreas. Ahí estaba el, cerca de una nube de tormenta, en la más absoluta oscuridad que se alternaba aleatoriamente con flashes de luz azulada acompañados del sonido del trueno, con el avión sacudido sin piedad por ráfagas de aire invisibles y el controlador dándole instrucciones precisas con voz de ultratumba que el seguía al pie de la letra, mientras movía con destreza una mano por los menús del EFIS para configurarlo adecuadamente y con la otra controlaba el avión con aplomo y firmeza. Sólo semejante despliegue de tecnología, conocimientos, pericia y sangre fría le permitió aterrizar en su destino y poner en práctica los privilegios que disfruta por pertenecer a la élite voladora dotada de los equipos más sofisticados y los aviones más impresionantes. Te hablarán de su merecido descanso entre sábanas perfumadas con el logotipo del hotel bordado en una esquina. Y vuelta a empezar el día siguiente. Más maniobras agresivas imposibles con las manos, más procedimientos y listas de chequeo, mas desastres evitados a base de pericia que no es sino la versión civil de ser un máquina o tenerlos cuadrados. Más y más, más equipamiento, más tecnología, y a la vez, menos consciencia y menos perspectiva. Una carrera loca en busca de la perfecta apariencia de lo que no se es. Fastuosos edificios construidos con más dinero que experiencia o conocimiento y que muchas veces tienen cimientos de barro. Demasiadas palabras vacías, demasiado ruido de fondo, hay otras formas de volar, hay otras formas de vivir.


Pero yo no te voy a hablar de esto. No puedo hacerlo porque no es lo importante y no es lo que busco en el vuelo o en la vida. Por supuesto que hay que conocer el espacio aéreo y la fraseología, claro que hay que saber navegar y es necesario un mínimo equipamiento, pero eso son herramientas, no objetivos. Yo no necesito hoteles de lujo, menús sofisticados o sentir que pertenezco a una cierta élite. Me da igual no tener instalada ninguna App y hago todo lo posible por ser más inteligente que la suma de instrumentos del panel o que mi teléfono. Me conformo con plantar la tienda de campaña al lado del avión y observar la Vía Láctea  contando estrellas fugaces mientras llega el sueño compartiendo experiencias con mis compañeros de vuelo.



Huyo de los espacios aéreos controlados, como manda el reglamento y mi sentido común. Sé por propia experiencia que la composición química del aire es la misma  y  que la vida discurre con la misma intensidad en cualquier lugar de la atmósfera, esté o no esté controlado. No es de recibo molestar a los pobres pasajeros que ni saben ni quieren saber nada del vuelo y que solo pretenden ir del punto A al punto B con las mínimas complicaciones y la máxima rapidez. Ni molestar a los controladores aéreos de voz profunda o a aquellos pilotos que voluntariamente han decidido ceñirse a ese “horizonte artificial”, decisión absolutamente respetable. Tampoco es de recibo que ellos me molesten a mi. No necesito ser más rápido que nadie ni aparecer en una pantalla de radar para sentirme más piloto. No necesito imitar ningún cliché. Yo solo quiero explorar el mundo en 3 dimensiones, discretamente y sin estorbar, quiero poder mirar a mi alrededor y descubrir la belleza detrás de las cosas sencillas, las sombras alargadas de las montañas al amanecer o la energía dentro de una térmica. Quiero moverme como un ave migratoria. Para mi el cielo es un lugar de paz y equilibrio, una paz desconocida para quienes simulan que sus manos son aviones o para quienes prefieren mirar dentro y que una máquina les informe de su posición en una estructura espacial artificial. Soy plenamente consciente de mi insignificancia en la atmósfera y no trato de ocultarla. El ego, la soberbia y la arrogancia deben permanecer  en tierra. Son un lastre demasiado pesado para volar. 


Yo te puedo hablar de la explosión de alegría que sentí aquel día en que volando sobre el mar siguiendo (literalmente) el contorno de la costa a media altura de los acantilados viré a la derecha después de dejar atrás un faro y vi en un camino a mi misma altura a un chico y una chica con una camiseta verde, la chica comenzó a saltar agitando los brazos efusivamente para saludarme y yo moví las alas para devolverle el saludo. Un instante fugaz que define gráficamente la palabra alegría en mi diccionario particular. A veces, cuando  recuerdo este momento me pregunto si esas dos personas desconocidas  intuyeron alguna vez la huella que dejaron en mi.


Te puedo hablar de aquel vuelo con Pepe desde Granada a Pozo Cañada, justo al amanecer, con el  Sol delante de nosotros, tenía volumen, parecía la yema de un huevo frito moviéndose lentamente en el cielo a la increíble velocidad de 0.25º cada minuto. Parecía tan real, parecía que esa yema de huevo describía un arco con asombrosa precisión sobre nosotros, y sin embargo, solo era apariencia.  ¡Que gran esfuerzo mental hicieron nuestros antepasados para descubrir que en realidad éramos nosotros los que girábamos. Y cuánto sufrimiento e injusticias innecesarias hasta que todo el mundo aceptó esa realidad! Causa cierta tristeza que aún hoy existan personas que se empeñen en negarlo, quizás ansiando viralizar una vida que sienten vacía. Atrás a la derecha estaba Pepe con su avión, volando sobre una llanura de color pardo en la que había un enorme surco como si  un gigante hubiera cavado una zanja al azar en un arrebato de locura. En la falda Este del surco, por debajo de la llanura, había un pequeño pueblo de casitas blancas, Gorafe, diminuto, casi como escondido de posibles peligros que acechaban en la llanura. Te puedo hablar de aquel embalse con pequeños golfos y cabos en forma de mano en la orilla, los  cabos parecían dedos que intentaban atraer más agua hacia la tierra seca. 






Te puedo hablar del desierto de Baza debajo de nosotros, un sitio inhóspito y muy poco acogedor repleto de desniveles, surcos y ramblas que hacen completamente imposible un aterrizaje de emergencia. “Que no se pare ahora” pensaba, mientras deseaba que la persona que ensambló mi motor en una factoría austriaca lo hubiera hecho con esmero y cariño dedicando el tiempo necesario. Resultaba sorprendente descubrir que incluso en un lugar tan desolado se veían pequeñas  zonas verdes salpicadas de vez en cuando por colores brillantes, un poco de rojo por aquí, blanco por allá, amarillo. La vida se acaba imponiendo y si prestamos atención veremos que en todos sitios crecen flores. Pequeños milagros cotidianos que pasan desapercibidos. 




Te puedo hablar del alivio que sentí cuando comencé a intuir la costa de la isla Lolland cruzando el mar Báltico desde Alemania hacia Dinamarca. Te puedo hablar de aquella turbulencia que nos sacudió a Antonio Cantos y a mi al Norte de Alemania y que hizo que me golpeara la cabeza contra la cúpula del avión o de cuando cantábamos en un parque público en  un pueblecito de Suecia mientras Iñaki estaba sentado en un tronco que había sido esculpido como si fuera un sillón y el supo transformar en trono, “¿camarerooooo, que hay para hoyyy?”. También te puedo hablar de la decepción al comprobar como a veces los egos tratan de adueñarse del momento provocando situaciones vergonzosas y muy poco  constructivas. 


Te puedo hablar del sobrecogimiento al sobrevolar los cementerios americano y canadiense o los restos del puerto Mulberry en la playa Omaha en Normandía, el Pointe du Hoc o el puente Pegasus, siendo consciente de lo que allí abajo había sucedido. También te puedo hablar de la espectacularidad de la desembocadura del río Sena o los acantilados blancos de la costa del alabastro al Norte de Le Havre y de fenómenos como el elefante de Étretat que invitaba a pasar bajo el arco de su trompa en vuelo a cuchillo como una mano que simula ser un avión.








Te puedo hablar de globos suspendidos en el aire a primera hora de la mañana o del olor a  tierra mojada volando en un avión de cabina abierta después de la lluvia. Te puedo hablar del sudor frío que sentí aquella vez en que por una pésima planificación me perdí camino de Ager y decidí dar la vuelta para descubrir que la mezcla de calima y Sol de cara había borrado cualquier referencia visual y estaba definitivamente perdido en medio de la sopa. Confusión y una coreografía improvisada de movimientos erráticos con muy poco sentido tratando de localizar alguna referencia que pudiera identificar para saber donde estaba. Afortunadamente todo salió bien y pude localizar en el último momento, por casualidad y con menos de un vaso de combustible en el depósito el campo de vuelo de Cervera.


Te puedo hablar de la satisfacción cuando paré el motor en el parking de Chambley, mi primera reunión de la RSA en vuelo, de serpientes negras sobre las que circulan coches y camiones y de la variedad de matices de amarillo de los campos de trigo. O del calor insoportable en Nevers, en la segunda RSA. Te puedo hablar de aquel paseo caminando por la pista a última hora de la tarde en la reunión de Vichy con Isabel, José Manuel y Pepe y de lo divertido que fue hacernos aquella foto con los brazos extendidos como alas en la cabecera Sur junto al río Allier. Te puedo hablar de lo fascinantes que eran los ojos color miel de aquella chica en el bar del aeródromo de Pierrelatte  donde aterrizamos para pasar la noche. Unos ojos acompañados de una sonrisa universal que se entiende en todos los idiomas del planeta.



Te puedo hablar de mi primer vuelo largo en solitario para llevar un S12 desde Castellar del Vallés en Barcelona a Herrera de Pisuerga en Palencia donde esperaba su nuevo propietario. De poder ver el Moncayo por encima de la neblina y descubrir que esa imagen era lo más parecido a como imaginaba que debía ser el Olimpo de los dioses griegos.  Te puedo hablar también de gigantes oscuros en el cielo en Guadalajara o en Zaragoza y de la sombra de mi avión proyectada sobre una nube y rodeada de un circulo con los colores del arcoíris. 


Te puedo hablar de la emoción de mis primeros vuelos en planeador, cortos e intensos, y de como poco a poco se iban haciendo más largos hasta que era capaz de pasar  más de una hora volando en la ladera de Monflorite o girando térmicas en las proximidades del campo. Te puedo hablar de volar junto a un buitre que me miraba indiferente o de la primera vez que volé en onda de montaña con mi instructor, una experiencia mágica y suave como acariciar a un gato. El avión compensado, las manos fuera de la palanca y subiendo en silencio como un ascensor en la atmósfera. Un silencio sólo roto por el silbido del aire al pasar alrededor del avión. Las matemáticas, la física y la ingeniería convertidas en música. Más mágico era hacer ladera a barlovento de una lenticular y saber que esa nube estacionaria de apariencia sólida en realidad nunca era la misma nube, se hacía y se deshacía constantemente. Pero el gato suave se puede convertir en un tigre letal, no había que olvidar que la onda de montaña tiene también otra cara mucho menos amable.


Te puedo hablar de muchas más cosas, quizás las experiencias de los párrafos anteriores han aflorado antes a la superficie porque la huella que dejaron en mi fue más profunda pero hay muchos vuelos memorables que algunos considerarían mera rutina, sin ningún destino, del punto A al punto A a través de la baja atmósfera, al amanecer, al atardecer, a veces solo, a veces en compañía de otros aviones. Simplemente volar. Explorando, observando, intentando averiguar que procesos geológicos han dado lugar a las formas que veo debajo. Maravillándome ante cosas tan aparentemente simples como un mapa, jugando con las nubes y tomando consciencia de lo afortunados que somos de vivir en esta especie de jardín del Edén.









Sin duda son todas aventuras modestas, de aviador que vuela bajo y despacio y persigue la armonía en lugar de la épica, que prefiere la música de las estrellas al ruido de las redes y hace mucho aprendió que el mundo no le pertenece y algún día su tiempo, simplemente, se acabará. Como se acabó el de tantas personas con las que compartí experiencias irrepetibles y que dejaron algo de ellas en mi. Con toda su humildad, estas aventuras me han permitido convertirme poco a poco en la persona que soy, y aprender que la valía no se mide por la altura alcanzada sino por el  esfuerzo y las dificultades vencidas para alcanzarla, sea cual sea la altura final. Es el viaje y no el destino el que proporciona la felicidad y no hay que ignorar a las personas discretas que parecen ermita y no catedral ya que sus historias suelen ser las más autenticas. Volar es una forma de buscar la aventura y la libertad personal. Si lo convertimos en una reivindicación de elitismo y privilegios clasistas estamos renunciando a su misma esencia. Poder volar, movernos en un medio que la naturaleza no hizo para nosotros es el único privilegio. Todo lo demás es vanidad. Podemos escoger sacar el máximo partido de nuestras máquinas voladoras, sean cuales sean, sin mirar a nadie desde arriba o hacia arriba, observar, aprender y compartir, o movernos en un mar de elitismo y petulancia al alcance de muy pocos, dejando rastro radar y mirando de reojo a nuestro alrededor no vaya a ser que aparezca otro avión mejor y tengamos que cambiar de montura o actualizar el panel para no dejar de estar. Como siempre, nosotros decidimos. Podemos ser chimpancés o podemos ser bonobos. ¿Cual fue tu decisión?      

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